Era cuestión de tiempo. Mi segunda entrada en el blog aficciones.net no ha sido aceptada. Así que aprovecho mi propio blog como basurero de descartes. No sigue el mismo estilo del resto entradas pero en el fondo no deja de ser una crítica a las maravillas que nos hace ver Hollywood. Disfrutad y leed lo que otros no pueden.
Hoy escribo mis últimas líneas. Este anciano en el invierno de su
vida quiere dejar un último legado antes de que las sombras
crepusculares apaguen su luz interior. Tembloroso, me apresuro a
compartir el relato de lo que un día fue mi miserable vida.
Mi
nublada mente apenas es capaz de recordar algún leve esbozo de mi niñez o
adolescencia. El rostro de mis padres no es más que una imagen borrosa y
lejana. Gran parte de mi demencia se debe a un alto consumo de
estupefacientes. En realidad, la primera imagen que tengo de mi persona
es la de un hombre ya adulto, sin oficio ni beneficio, que mataba el
tiempo fumando hierba sin importarle en qué día vivía. Sin esperanzas ni
sueños en la vida, tiré a la basura mis mejores años. Sin familia o
amigos, sin empleo ni ilusiones, la vida se me escurría entre los dedos
tirado en el agujero sombrío que me servía de hogar.
Hasta que una fatídica noche, la cruda realidad llamó a mi puerta. La Guerra.
Fui sacado a la fuerza de mi agujero y reclutado por una pequeña
avanzadilla de milicianos con el fin de luchar por una causa totalmente
ajena a mí. Para ellos, yo no era más que un instrumento. Un mero
utensilio que no dudarían en abandonar cuando no fuese útil para sus
intereses.
Mucho antes incluso de plantar batalla comenzó mi
particular martirio. Caminé hacia el frente cientos de kilómetros
totalmente descalzo, expuesto a los climas más extremos. Fui víctima de
contínuos ataques racistas y sufrí el desprecio contínuo por parte de
mis compañeros de viaje debido a mi físico. Pero todo esto no era más
que el preludio de lo que estaba por llegar. Me esperaba el horror.
Me
vi inmerso en la más cruda de las batallas jamás vista hasta el
momento. Ejércitos llegados de los cuatro puntos cardinales movidos por
la llamada de la codicia. Todos dispuestos a masacrar por un puñado de
monedas. Una pesadilla movida por el oro y el racismo. Me vi obligado a
cometer acciones de las que no estoy orgulloso. En estado de shock,
luché y maté en las trincheras de un campo de batalla hostil. Y en el
sinsentido de esa guerra, murió la persona que fuí. Si algo bueno
quedaba de mí, yace ahora entre el barro y la sangre de soldados caídos.
Acabada la batalla, me invadió una inexplicable sed de avaricia. Así,
tras robar, expoliar y saquear, fuí de los pocos afortunados que pudo
regresar a su hogar. Un hogar donde nadie me esperaba.
El regreso
fue duro. Extenuado, tuve que presenciar cómo mis vecinos y familiares
lejanos asaltaban mi casa. Pero ya nada me importaba. Volví al agujero
de la autodestrucción. Nunca conocí el amor. Durante años, mis únicos
compañeros fueron las adicciones y el botín que robé en la guerra. Una
reliquia que a la larga sería reclamado por sus derrotados dueños.
Así,
por culpa de mi infinita codicia, traje la guerra hasta la puerta de mi
casa. Un poderoso enemigo que venía a reclamar lo que una vez le
arrebaté. Pero ya era tarde para mí. Tarde para enmendar mi error. Yo ya
era un anciano que contaba sus días. Ya no quedaba vida en mi interior.
Así que, antes de retirarme a la antesala de la muerte y escribir estas
líneas, cargué todo el peso de mi error en la única persona que me tuvo
algo de afecto. Mi sobrino Frodo.
Historia de una ida y una vuelta,
un relato de Bilbo Bolsón.
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